viernes, 6 de marzo de 2009

Los cafés de las ciudades (anhelos de Bogotá)

Hoy he recordado cómo añoraba años atrás, creo que no hace un poco más de cinco años, poder visitar un café verdadero, esos que se describen en las tertulias de los libros, en las novelas europeitas de Cortázar, en los diarios de los intelectuales. He recordado cuánto añoraba pedir un tinto fuerte y sentarme en una mesita pequeña, si era vieja y con una silla tapizada en rojo mejor, y sentarme a leer un buen libro. Deseaba que mientras mis ojos buscaban las letras, mis labios palparan el sabor del café.

Recuerdo que cuando salía de esas tardes de lectura en la biblioteca, lo cual era mi único remanso espiritual por aquellos años, pasaba por una esquina donde había una cantina en la que además de trago y cerveza vendían también tintos, pedía uno y me sentaba en una de las mesas, tratando de pensar que el lugar en el que estaba era uno de mis añorados cafés y que estaba rodeado no por un conjunto de borrachos que me verían como el muchacho raro que toma café en una cantina, “Debe ser maricón”, de seguro pensarían.

Hoy en día mi sueño de visitar cafés es una realidad ya recurrente. Cada vez que puedo visito uno. Me gustan los que son viejos, los que se escapan de los chic, me gustan aquellos frecuentados por viejitos solitarios, viejitos que posan la mirada en los techos, donde se escuchan rancheras y uno que otro tango.

Pero tengo un problema. El maricón que pedía tinto ahora bebe cerveza. Mientras los viejitos toman el cafecito con limón, yo tomo cerveza, y si es de la que tiene mayor grado de alcohol, mejor. Ahora mientras los ojos buscan las letras, acompañadas por los lentes, mi lengua busca el sabor amargo, pero agradable, de la cerveza. ¡Es un placer casi de dioses poder leer los crímenes de Dostoievski acompañados por una dosis de alcohol!

Sin embargo, cuanto quisiera ser ese niño que se inventaba los cafés para tomarse un tinto.