viernes, 4 de diciembre de 2009

Paisaje citadino mutante

He tratado de aprenderme los caminos de memoria; pero siempre ha sido una labor imposible. ¿Cómo se hace? Hoy me doy cuenta de que las ciudades de la infancia nunca habitan frente a los ojos; sólo pueden habitar en una bruma que se revive, pero que nunca se puede hacer transparente. Es imposible porque cada cosa se pone en el lugar de la otra, reemplazándola perfectamente. Ensayen y se darán cuenta de que estoy en lo cierto.
¿Recuerdan cuando eran niños y pasaban por debajo de ese puente que ya no existe? El puente se habrá ido de allí y será reemplazado por el nuevo; es imposible no pensar en ello cuando los nuevos paisajes, los mutantes, se vuelven el presente de nuestros pasos. Lo peor es la falta de memoria, las ciudades nunca son pasado para aquellos que las habitan; las ciudades siempre son un presente que reemplaza la antigua materia cementera.
Ese día subí al puente peatonal. Desde la parte alta vi el paisaje de la avenida, buses hacia el sur, buses hacia el norte. Traté de imaginarme el paisaje anterior, el paisaje pasado, pero no lo pude recordar. Las imágenes iban y venían, bromeaban, como bufones que hacen sonrisas y luego las esconden. No pude recordar. Frente a mí solo estaba este presente. Esto era la ciudad: mi infancia otra vez se perdía en la bruma.
Por esas cosas del reemplazo inevitable del presente, todo el mundo se quejó de que sus muertos quedaran debajo de los pies de los felices niños que jugarían en ese parque. Protestas y velas encendidas a los santos de las ánimas se encendieron por muchos días seguidos; las velas y los santos estuvieron hasta que los constructores sellaron las entradas. Tiempo después los familiares dejaron de llevar velas y flores. Un demente de vez en cuando iba y gritaba el nombre de una amada muerta. Aquellos que iban por sus muertos ahora son muertos ellos mismos.
Ahora, en el presente, un niño juega con una pelota de futbol sobre una calavera que le mira sin ojos desde debajo de sus pies. El paisaje urbano cambia: son escenas simples de una vida cosmopolita.

viernes, 31 de julio de 2009

Buses llenos


Habría que reflexionar cuánta cantidad de gente vive en las montañas citadinas de Ciudad Bolívar, hacia el sur de esta capital: ¿un millón, dos millones, tres millones? No se sabe cuántos. Lo único que sé es que en las mañanas en esta ciudad, por la que antes sentía anhelos, ahora siento angustias. El desespero de saber que no podré llegar a tiempo porque todos los buses vienen de la parte alta de la montaña atiborrados, tanto que es imposible, aunque me paren, subir a estos, porque, o quedo guindando o me caigo, pero nunca, nunca, me podré montar en uno.

Tal parece así que la ciudad de llenó de otra ciudad en su parte superior: una ciudad dormitorio, lleno de gente que sube a sus casas y apartamentos a dormir y que todos los días vive el 75% de su vida en otra ciudad que queda más al norte, llamada distrito capital. Y lo peor, son tantos que no dejan que otros ciudadanos, que viven en medio de su ruta, lleguen a otro sector de aquella ciudad que habitan.

Entonces la conclusión es que los que viven en la célebre ciudad bolivariana son muchos, tantos que llegan a agotar por horas todo el transporte público entre las 5: 30 a.m. y las 7: 00 a.m, sino más.

Esto es raro (pero posible) en una ciudad con un nivel de desarrollo humano alto. Pero, bueno, muchos dirán, al menos a esas personas se le da la oportunidad de trabajar todos los días, de tener ingresos y tener para vivir con sus familias en lo alto de la ciudad, con una excelente vista del centro del distrito capital. Aunque cumpliendo con las siguientes condiciones:

1. Levantarse a las 4 a.m. para coger el bus vacío.

2. Gastar tres horas diarias, el 18.75% de las horas útiles en recorridos.

3. Dormir en el bus, para compensar las horas de sueño.

4. Pensar y pensar para no aburrirse en el bus, la mayoría de las veces cosas vanas.

5. Estorbar a otros ciudadanos la opción de coger un bus.

6. Experimentar cambios de altura a diario, pasar de los 2950 metros hasta los 2600 todos los días.

Pero, todo sigue, la ciudad crece. De pronto es mejor caminar hasta el trabajo.

viernes, 6 de marzo de 2009

Los cafés de las ciudades (anhelos de Bogotá)

Hoy he recordado cómo añoraba años atrás, creo que no hace un poco más de cinco años, poder visitar un café verdadero, esos que se describen en las tertulias de los libros, en las novelas europeitas de Cortázar, en los diarios de los intelectuales. He recordado cuánto añoraba pedir un tinto fuerte y sentarme en una mesita pequeña, si era vieja y con una silla tapizada en rojo mejor, y sentarme a leer un buen libro. Deseaba que mientras mis ojos buscaban las letras, mis labios palparan el sabor del café.

Recuerdo que cuando salía de esas tardes de lectura en la biblioteca, lo cual era mi único remanso espiritual por aquellos años, pasaba por una esquina donde había una cantina en la que además de trago y cerveza vendían también tintos, pedía uno y me sentaba en una de las mesas, tratando de pensar que el lugar en el que estaba era uno de mis añorados cafés y que estaba rodeado no por un conjunto de borrachos que me verían como el muchacho raro que toma café en una cantina, “Debe ser maricón”, de seguro pensarían.

Hoy en día mi sueño de visitar cafés es una realidad ya recurrente. Cada vez que puedo visito uno. Me gustan los que son viejos, los que se escapan de los chic, me gustan aquellos frecuentados por viejitos solitarios, viejitos que posan la mirada en los techos, donde se escuchan rancheras y uno que otro tango.

Pero tengo un problema. El maricón que pedía tinto ahora bebe cerveza. Mientras los viejitos toman el cafecito con limón, yo tomo cerveza, y si es de la que tiene mayor grado de alcohol, mejor. Ahora mientras los ojos buscan las letras, acompañadas por los lentes, mi lengua busca el sabor amargo, pero agradable, de la cerveza. ¡Es un placer casi de dioses poder leer los crímenes de Dostoievski acompañados por una dosis de alcohol!

Sin embargo, cuanto quisiera ser ese niño que se inventaba los cafés para tomarse un tinto.